Era feliz escapándose de viaje, pero si además el destino estaba cerca de un sereno mar y se salpicaba de algún longevo faro se multiplicaba el placer de la escapada. Sin embargo en aquella ocasión eligieron el norte de un país, eligieron montañas y lagos, eligieron la energía positiva de tierra adentro y el agua dulce.
Por eso, cuando paseando por el Lago de Garda, en el bello Desenzano, tropezó con un precioso faro en su puerto viejo no se lo podía creer. ¿Cómo no sabia de su existencia? Si lo primero que hacía en cuánto tenía unos billetes de avión y un itinerario era empaparse bien de sus tesoros...
Bendito despiste: Aquel faro llevaba allí esperándola desde mucho antes del 1900.
Esperando en aquel lugar que previamente se había iluminado con unas pocas lámparas de aceite confiadas a un empleado, pagado por el ayuntamiento, que las encendía según las fases de la luna. Pero en 1882, a causa de la bebida la luna no debía verse muy nítida, porque el ebrio farolero no cumplió con su función, quedándose para la posteridad anotada la consecuente reprimenda.
Y aquello no quedó ahí, porque se decidió contratar a personal más cualificado, un linternero permanente, para ocuparse del nuevo faro (y rompeolas) construído a raíz de la equiparación del puerto de Desenzano con uno marítimo según Real Decreto de 1887. Y "en la tarde del 16 de julio de 1895 se encendió la nueva linterna del puerto" por parte de Flaminio Scarpa, oportuno nombre, el nuevo linternero que se ocuparía de este quehacer hasta 1903, cuando se sustituyó por iluminación electrica.
120 años después, en un anómalo y cálido octubre, tropezamos casi sin querer con "il faro de Desenzano". Allí nos esperaba gentil y pacientemente. Delicado, elegante, señorial. Alzándose fotogénico sobre las barcas de colores y el agua espejada del lago. Recortándose su perfil sobre el atardecer y el paso del tiempo.