Una vez trabajé en un palacio.
Llevaba el nombre de la Condesa que había comprado un solar a principios del siglo XX en una parte del terreno donde había estado ubicada la Real Fábrica de Tapices. La Condesa era viuda ya para entonces, pues su marido había muerto de una caída de caballo. Para sus hijos y para ella misma, encargó construirse un palacio en esa zona de Madrid conocida como "el ensanche" según el plan Castro. Tras dos años se haría realidad un palacete que hacía esquina en el número 7 de la calle Santa Engracia.
El palacio solo había resisitido como vivienda familiar de la nobleza madrileña unas décadas, desde el año 1913 hasta los años cuarenta del siglo XX, cuando tras las vicisitudes de la guerra civil, se lo vendió al Estado.
Sin embargo, más de ciento diez años después, cuando yo lo conocí, conservaba el aire palaciego en la enorme entrada para carruajes y en los suelos de madera pulidos y abrillantados que se quejaban bajo nuestras pisadas, en los motivos ornamentales de los techos y en la preciosa escalera que subía a la planta noble con una barandilla decorada con motivos modernistas. Conservaba el aire palaciego en las chimeneas de las habitaciones y en una vistosa y gran cristalera, en los pesados radiadores labrados y en la sala larga de reuniones que un día había sido el salón de baile de la planta baja donde los ventanales eran enormes para poder lucirse de cara a la calle.
Era un edificio señorial y estaba muy bien cuidado. Todavía seguía siendo un palacio de la nobleza de principios del siglo XX en múltiples detalles que Patrimonio no dejaba que se perdieran y con los que convivíamos los que trabajábamos o habíamos trabajado en él.
De todo él yo me quedaba con el tesoro de una biblioteca de madera oscura en la planta baja que me encantaba y cuyo silencio yo respiraba siempre que podía asomarme entre los grandes cortinajes que la protegía de la luz y las miradas. Me quedaba también con su historia, esa que arrastraba una noticia antigua del año 1927, de la fatídica tarde que al yerno de la Condesa lo mató de un golpe en la cabeza el ascensor que aún conservaba el edificio.
Para mí ese lugar siempre será muy especial, el tiempo que estuve allí trabajando lo viví con intensidad y de él guardo preciosos momentos y afectos. Con ese poso escribí un relato, mitad realidad mitad ficción, que de vez en cuando reescribo. Un relato que irá creciendo conmigo poco a poco, porque mucho de él, para mí, también ocurrió.
Aquella vez trabajé en un palacio.
El palacio de la Condesa de Adanero de Madrid.
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