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sábado, 16 de octubre de 2021

Una vez trabajé en un palacete

 


 

Una vez trabajé en un palacete.

Uno muy señorial, de principios del siglo XX, en el centro de Madrid. 

Tenía despachos muy elegantes, con techos labrados de flores y chimeneas de marmol.

 

Tenía un suelo precioso de maderas nobles con dibujos geométricos que crujía al pisarlo.

Tenía una escalera señorial, casi de caracol, con una elegante vidriera de llamativos colores.

Tenía una biblioteca fantástica, de madera y cristal, que me tenía robada la voluntad.


Y dos ascensores, uno al aire y coqueto, que conservaba una verja labrada, y otro diminuto y agobiante, en el que apenas subí, que llevaba a los despachos del palomar.

Y una entrada para carruajes, ostentosas lamparas y más plantas de las que parecía, admirando su fachada cuidada y neoclásica.

Tenía muchos vericuetos semiescondidos a distintas alturas que que se habían aprovechado para colocar despachos que pasaban tan desapercibidos como los funcionarios que trabajaban en ellos.

 

Pero sobre todo, aquel palacete donde yo trabajé una vez, tenía un fantasma.

Un fantasma al que solo podía ver yo, y que cada tarde,

y solo a mí, 

me iba contando de su pasado aristocrático y su triste destino,

mientras yo iba escribiendo su historia.


Una vez, en un palacete, me enamoré de un fantasma.

 

 Rocío Díaz






#Palacio de Adanero (Madrid)

 

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