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viernes, 8 de octubre de 2021

8 de octubre.

 


Cuando era pequeña vivía en un segundo piso. El cole estaba a dos manzanas de casa, y en la misma acera, por eso ya me dejaban ir caminando sola. Pero algunas veces, muchas, mi madre me daba dinero para que me comprara un bollo, para el recreo, en la pastelería que estaba en la acera de enfrente.

 Todas las mañanas yo bajaba ataviada con mi uniforme y mi cartera y me paraba en el borde de aquella carretera, tan transitada, que atravesaba el pueblo. Allí esperaba a que saliera mi madre al balcón. Desde el segundo de aquel bloque tan estrecho, ella miraba a un lado y al otro sobre los árboles y me gritaba ¡Ya! para que cruzara. Entonces yo emprendía una loca carrera, la falda gris y tableada revoloteando a mi alrededor, hasta que alcanzaba la meta de verme en el otro lado. Después, mi madre esperaba que yo entrara en la pastelería y saliera con mi botín, y volvía a gritarme cuándo debía cruzar. Una vez que estaba ya a salvo en nuestra acera, me sonreía, me decía adiós con la mano y me tiraba un beso que yo me guardaba junto a mi crujiente cruasán. Qué feliz era yo con mis ocho años, mi bollo y mi beso caminando sola hasta el colegio.

 

 

Un ictus y veinte años después, mi madre aunque aún no era mayor, necesitaba ayuda para casi todo. Si solo tienes movilidad en la mitad de tu cuerpo, donde te acuestas te quedas. Si solo tienes movilidad en la mitad de tu cuerpo, solo te puedes arropar un hombro.

Todas las noches, sin embargo, tras pasar mil y una dificultades en el día a día, cuando al fin sentía media espalda apoyada en el colchón, y la estábamos recolocando la ropa y arropando bien hasta la barbilla, mi madre nos decía con alivio en la mirada: “¿Quién inventaría la cama? Habría que hacerle un monumento”. Y entonces te sonreía y te hacía sonreír.

 

 

 Todas las mañanas cuando voy caminando al trabajo, algunas veces, muchas, emprendo una loca carrera para cruzar las calles medio desiertas de este Madrid que amanece. Entonces, aún puedo sentir mi falda gris y tableada revoloteando a mi alrededor. Puedo sentir que mi madre me dice adiós con la mano, me sonríe y me tira un beso sabiéndome segura, pisando firme, en la acera correcta.

Todas las noches, después de un ajetreado día, cuando por fin estoy tumbada en mi cama, y comienzo a descansar, puedo sentir la voz de alivio de mi madre diciendo: “¿Quién inventaría la cama? Habría que hacerle un monumento”. Y, como siempre, vuelve a sonreír, haciéndome sonreír a mí.

 

Rocío Díaz Gómez



4 comentarios:

  1. Me ha emocionado, Rocío. No se puede escribir (ni recordar) mejor
    David Lerma

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    1. Muchas gracias amigo David. Es dificil escribir sobre lo que duele, pero hay que intentarlo. Un abrazo

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  2. Precioso regalo para esa mujer tan luchadora y tan querida!!, Qué bien descrito!!!.

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