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miércoles, 16 de junio de 2021

Llegó junio y llegaron las tormentas

 

 

 

Llegó junio y llegaron las tormentas

De pronto comenzó a sonar el agua repiqueteando sobre las baldosas del patio, y un fragante olor a tierra mojada se coló, como un ladronzuelo, por las ventanas.

Había hecho tanto calor... que nos miramos sonriendo.

 

¡Abre las ventanas del todo! me gritaste ¡Que se nos llene la casa con este olor! 

Y saliste al patio y te colocaste quieto bajo la lluvia.

Se te veía feliz.

Mientras el agua te iba empapando, te vi cerrar los ojos, aspirar con fuerza, intentando que tus pulmones se llenaran de humedad y frescor.

Y entonces llegó el granizo. Un granizo a destiempo y pendenciero. Un granizo furioso. 

Pero aguantaste bajo él, dejando que te golpeara todo el cuerpo, dejando que se formaran pequeñas huellas rojizas en tu piel desnuda.

¡¿Pero qué haces?! ¡¿Quieres entrar?! ¡Entra de una vez!

Pero tú no me hacías caso, impertérrito y callado, con las ropas completamente empapadas y el pelo lacio pegado a la cabeza. Sin mirarme, chorreando de arriba abajo, te hiciste fuerte a la intemperie.

Corrí hasta el cuarto de baño y traje la toalla más grande que encontré mientras seguía chillándote para que entraras. ¿Pero qué te pasa? ¡Que entres! ¿Te has vuelto loco o qué?

 

Pero tú te tapaste con las manos los oídos. 

No dejaba de granizar, y yo no dejaba de gritarte.

Sin embargo tú seguiste ahí.

Probándote.

Probándome.

Me cansé de chillar antes de que el cielo se cansara de su propia pataleta.

Entonces, abatida y afónica, sin entenderte, me quité los zapatos y con los pies descalzos salí yo también al patio, intentando no resbalar hasta que me coloqué a tu lado. 

Eh...

¿Qué?

Pero ni yo, ni tú, seguimos hablando.

Muy pegada a ti, me quedé quieta, dejando que el granizo rebotara sobre mí también. 

Y allí permanecimos los dos, en silencio. Al cabo de no sé cuántos minutos, me diste la mano y amarrados, seguimos empapándonos, aguantando la tromba de agua todo el tiempo que duró la tremenda granizada. 

 

Tú tenías diez años y yo ocho. 

Sin embargo ya entonces, no solo tuve la impresión de que con aquel hermano jamás me aburriría, sino también la inevitable certeza de que me dejaría arrastrar por ti, hasta el fin del mundo.




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