Cada 23 de abril tengo una cita ineludible.
Disfruto escogiendo de antemano en que consistirá mi botín. Y si no me da tiempo a pensarlo, disfruto aún más empleando un tiempo precioso en mirar, hojear, y elegir.
Soy más feliz consiguiendo un libro nuevo que con cualquier otra cosa.
Quizá llegará ese día que se producirá el desastre que anunciaba mi madre: "Algún día tendrás que salir de tu casa para meter los libros y las fotos", cuando me veía llegar, acarreando victoriosa mi pesado y preciado cargamento.
Parece que la estoy escuchando cada vez que me veo buscando un lugar, que no existe, para el nuevo habitante con páginas de mi hogar.
Y desde mi interior siempre termino diciéndole: "Qué razón tenías mamá, no tengo remedio".
Seguramente la culpa la tiene Vicente Clavel que impulsó la propuesta que se presentó en la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, en 1923, para dedicar un día de cada año a celebrar la Fiesta del Libro. O la tiene Alfonso XIII que aprobó y firmó el Real Decreto en 1926 por el que se designaba al 7 de octubre como este día, porque en un principio se conmemoraba el nacimiento de Cervantes.
Aunque solo duró 5 años, el 7 de octubre no convencía. No se sabía con seguridad que fuera tal día el que había nacido Cervantes, y además que fuera en otoño deslucía un supuesto día al aire libre.
En 1930, es cuando al fín, se traslada dicho día a ese primaveral 23 de abril que a mí, año tras año, me sale caro.
No sé quién tiene la culpa.
Si la tuvo Vicente Clavel o Alfonso XIII.
O la tuvo mi padre que tambien se acostaba siempre con un libro entre las manos y leía y leía uno tras otro, o mi madre que me contó tantos cuentos de pequeña que aún recuerdo frases literales envueltas en su voz.
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