La Farola de Málaga. Verano 2020 |
Y llovió.
Llovió y llovió tanto ese día, que se hizo un gran charco en el patio en el que se miraron todas las flores de otoño.
Los crisantemos y las flores del cactus, los cyclamen y las caléndulas, contemplándose en aquella superficie lisa y líquida, se nos volvieron nenúfares.
Y el agua, creciendo sobre el pavimento, nos rodeó,
nos invitó a entrar despacio en su ilusión.
Y no sé por qué lo hicimos,
pero sacamos la colección de faros.
Todos los que habíamos ido trayendo,
de aquí, de allí y de allá.
Todos los que habíamos ido guardando celosamente a salvo del paso del tiempo y la desmemoria, fuimos sacando al patio,
fuimos dispersando,
y recolocando entre aquellos improvisados nenufares.
Y era noviembre, y hacía frío,
pero miramos a nuestro alrededor,
y sonreímos.
Teníamos un mar, un mar nuestro.
Solo nos quedaba dejarnos llevar, mecernos, disfrutar.
E hicimos olas.
Os lo juro, las hicimos.
Con las palmas de nuestras manos, chapoteando entre sueños, inventamos olas.
Olas enormes, de cuatro metros algunas, y otras chiquitas, chiquitas y suaves, de esas que se deslizan y solo alcanzar a mojarte las plantas de los pies.
Las hicimos.
Muchas, muchas olas.
Olas que salpicaban los faros, que movían los nenúfares, que
nos dejaron sumergirnos en ellas, subirnos a su cresta, y
a lomos de su humedad
escapar,
escapar,
muy lejos de nuestra ciudad.
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