Los lunes nos inventábamos que eran viernes.
Cogíamos papel y lápiz y jugábamos a la horca con la palabra "despertador".
Después nos echábamos a la calle, estirábamos los brazos y jugábamos a ser felices moviéndolos arriba y abajo, mientras corríamos como locos por las aceras. La gente se apartaba a nuestro paso y nos miraba llevándose su índice a la sién.
Pero a nosotros no nos importaba, porque teníamos la ilusión intacta de quién al día siguiente no tiene que madrugar.
-¿Me ajuntais? nos preguntó un señor trajeado y zapatos brillantes.
-¡Por supuesto! -le contestamos, sin dejar de planear- Solo tienes que inventarte que hoy es viernes.
Y el señor trajeado extendió sus brazos, empezó a moverlos arriba y abajo y echó a correr detras de nosotros.
Pronto fuimos una fila muy larga de funcionarios, barrenderos, conductores de metro, churreros... muchos soñadores, a la vez y juntos, planeando por las calles de Madrid.
Y mientras las recorríamos, de pronto, las fachadas se iban coloreando, se iban poblando de seres increibles que salían a nuestro encuentro, que se asomaban a conocernos y nos saludaban encantados desde su pared.
Los lunes-viernes eran tan mágicos que podía ocurrir cualquier cosa.