Como si las nubes hubieran olvidado una pegatina blanca sobre la roca negra, así apareció ante nuestros ojos Sabinosa, en la isla de El Hierro.
Aquel pueblecito tan solitario y limpio. Tan coloreado de murales y memoriales. Tan salpicado de recuerdos en sus paredes: a la primera maestra, a su zapatero, a tantos. Tan ordenado. Tan vacío.
Se me quedaron dentro las ganas de pasearlo despacio. De admirar sus rincones, de confundirme con sus vecinos, de intentar descubrir la vida que escondía y no se mostraba ante nuestros ojos.
Era la hora de la cena en Sabinosa.
Quizá por eso nadie salió a recibirnos.
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