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domingo, 4 de enero de 2015

"Las mujeres son más jóvenes" Artículo de Javier Marías



Acabo de leer este artículo de Javier Marías sobre las mujeres y me ha encantado. Tenía que compartirlo con vosotros. Tengo que dar las gracias a mi amigo Xosé por compartirlo y darlo a conocer. Ha salido en el periódico El País de hoy, día 4 de enero.

No os lo perdáis.

http://elpais.com/elpais/2015/01/02/eps/1420214957_651529.html

Las mujeres son más jóvenes

Por casualidad las oí disfrutar con las amigas, compartir diversión y charla, con una especie de juvenilismo natural, no forzado ni impostado, irreductible


Es tanta la gente que hoy va por la calle con los oídos tapados por ­auriculares o por la voz que les chilla desde su móvil, que se pierden una de las cosas que a mí siempre me han gustado: frases sueltas o retazos mínimos de conversaciones que uno escucha involuntariamente a su paso. Si uno no pega el oído a propósito ni acompasa su andar al de los transeúntes locuaces –y eso no me parece bien hacerlo: es cotilleo–, le llega en verdad muy poco: en un diálogo escrito daría tan sólo para dos o tres líneas. Para alguien dado a imaginar tonterías, resulta sin embargo suficiente para hacerse una composición de lugar de la relación entre los hablantes, o figurarse un esbozo de cuento o historia. Hace unos días, al subir por Postigo de San Martín, oí una de esas ráfagas voladoras que me hizo sonreír y se me quedó en la cabeza. Pasé junto a tres mujeres que quizá estaban ya despidiéndose, paradas junto a una chocolatería, si mal no recuerdo. Eran de mediana edad, sin duda habían dejado atrás los cincuenta, aunque no me dio tiempo a reparar en su aspecto. Reían con ganas, se las notaba de excelente humor y contentas. Una de ellas dijo: “Qué bien estamos las mujeres”. Otra contestó rápida: “Ay, y que lo digas”. Y la tercera apostilló: “Y nos lo pasamos genial”. Yo continué mi marcha, eso fue todo. Pero capté bien el tono, y no era voluntarioso, sino ufano; no era que trataran de convencerse de lo que decían, sino que estaban plenamente convencidas y lo celebraban, como si pusieran una rúbrica verbal a lo bien que se lo habían pasado el rato que habían permanecido juntas. No sé muy bien por qué, me animaron y me hicieron gracia.
Han sido siempre en gran medida el elemento civilizatorio, las que han hecho la vida más amable
Sería difícil escuchar estos tres mismos comentarios en boca de hombres, y aún más en varones de edad parecida. Sería raro que se ensalzaran en tanto que sexo (“Qué bien estamos los hombres”), incluso que se rieran tan abiertamente y tan de buena gana como aquellas tres señoras simpáticas y tan conscientes de su enorme suerte. La suerte de disfrutar con las amigas, de compartir diversión y charla, con una especie de juvenilismo natural, no forzado ni impostado, irreductible. Llevo toda la vida observando que no hay demasiadas mujeres amargadas ni excesivamente melancólicas. Claro que las hay odiosas, y en la política abundan. Las hay que se esfuerzan por perder todo vestigio de humor y mostrarse duras; las hay de colmillo retorcido, venenosas y malvadas (legión las televisivas); tiránicas o brutas, zafias o de una antipatía que hiela la sangre; también las hay insoportablemente lánguidas, que han optado por andar por la vida como sufrientes heroínas románticas. Lejos de mi intención hacer una loa indiscriminada y aduladora, las hay de una crueldad extrema y las hay tan idiotas como el varón más imbécil. Pero, con todo, y pese a que hoy tiende a proliferar el tipo serio y severo, la mayoría posee un buen carácter, cuando no uno risueño. Cada vez que veo a matrimonios de cierta edad, pienso que más valdrá que muera antes el marido, porque conozco a bastantes viudos desolados y que no levantan cabeza nunca, que se apean del mundo y se descuidan y abotargan, que pierden la curiosidad y las ganas de seguir aprendiendo, que se convierten sólo en eso, en “pobres viudos” desganados y desconcertados. Y en cambio casi nunca he visto a sus equivalentes en mujeres. Apenas si hay “pobres viudas”, es decir, señoras o incluso ancianas que decidan recluirse, que no superen la pena, que pasen a un estado cuasi vegetativo, de pasividad e indiferencia. Por mucho que les duela la pérdida, suelen disponer de mayores recursos vitales, mayor resistencia, mayor capacidad para sobreponerse y encontrarle alicientes nuevos a la existencia.

De todos es sabido que las mujeres leen más, desde hace muchos años; pero también van más al cine, al teatro, a los conciertos y exposiciones, y las conferencias están llenas de ellas. Salen a pasear, a curiosear, quedan con sus amigas y viajan con ellas. He conocido a varias mujeres que ya habían cumplido los noventa (recuerdo sobre todo a María Rosa Alonso, estudiosa canaria amiga de mis padres, que aún me escribía con letra firme y mente clara e inquieta a los cien años) y se quejaban de que les faltaba tiempo para todo lo que querían hacer, o estudiar, o averiguar. Hablaban con la misma impaciencia por aumentar sus conocimientos que se percibe en los jóvenes despiertos, mantenían intactos su entusiasmo, su sentido del humor, su capacidad de indignación ante lo que encontraban injusto, su calidez, su risa pronta, su afectuosidad sin cursilería. Las mujeres han sido siempre en gran medida el elemento civilizatorio, las que han hecho la vida más alegre y más amable, y también más cariñosa, y también más compasiva. No hace falta recordar que son las que educan a todo el mundo en primera instancia y las que atienden y ayudan más a las personas cuando su final está cerca. En esas mujeres generosas (las hay que no lo son en absoluto), la generosidad no tiene límites. Pero, por encima de todo, mantienen en gran medida la juventud a la que muchos varones renunciamos en cuanto la edad nos lo reclama. Somos pocos los que no tenemos plena conciencia de los años que vamos cumpliendo, para atenernos a ellos. A numerosas mujeres les trae eso sin cuidado, para su suerte: están tan poseídas por sus energías de antaño que no hay manera de que las abandonen. “Y nos lo pasamos genial”. Cuán duradera es ya la sonrisa que me provocó esa frase celebratoria que cacé al vuelo.
elpaissemanal@elpais.es

sábado, 12 de mayo de 2012

"La percha de Mingote" un artículo de Arturo Pérez Reverte





Os quería dejar con un artículo que me ha hecho llegar uno de mis hermanos. Me gustó mucho. Es de Arturo Pérez-Reverte y lo escribió tras la muerte del dibujante Mingote.

En este artículo habla de un perchero único, el perchero de la RAE.

Espero que os guste.

Arturo Pérez-Reverte

La percha de Mingote


Una tarde de hace nueve años, mientras esperaba en mi entonces mesa habitual del café Gijón a que los miembros de la RAE votaran sobre mi candidatura, uno de los viejos camareros, que me conocía desde que entré por primera vez en el café siendo un jovencito imberbe, me dijo: «Hubo un tiempo en que tener una silla reservada aquí era más importante que tener un sillón en la Academia». Y tenía razón. Pero lo que pude averiguar más tarde, una vez dentro, es que había algo aun más importante que un sillón con tu letra en la sala de plenos, e incluso que una mesa reservada en el Gijón: el perchero del vestíbulo de la RAE, con sus perchas de bronce y su bastidor de madera con huecos para el bastón o el paraguas. 

Tanto me asombró el descubrimiento, que a las pocas semanas le dediqué un artículo en esta misma página. El perchero de la Academia, se titulaba. En él explicaba su protocolo centenario: cada académico tiene su percha, identificada con el nombre, y debajo encuentra los jueves el correo que recibe. Las perchas, excepto la del director, se asignan por orden de antigüedad. Y con el paso del tiempo, los académicos que mueren dejan su lugar vacante; de manera que los que vienen detrás avanzan percha a percha. Las vacantes deberían producirse entre los académicos de más edad, pero no siempre es así. Nombres de venerables abueletes ocupan desde hace décadas algunos de los lugares más antiguos, enrocados allí mientras compañeros más jóvenes se quedan por el camino. Son loterías de la vida, registrada puntualmente en ese viejo marcador que nos recuerda, cada jueves, cómo, cada uno a su paso, nos encaminamos todos a la muerte. En lo que a mi nombre se refiere, en noviembre del 93, cuando escribí aquel artículo, ocupaba la penúltima percha, entre Margarita Salas y José Manuel Sánchez Ron. Hoy tengo diecisiete por detrás. 

El último hueco en el perchero me ha dejado en el corazón un agujero del tamaño de un disparo de postas: Antonio Mingote era uno de los hombres más afectuosos y cabales que conocí en mi vida. Uno de esos venerables abuelos a los que antes me refería, y que dan a la Academia el tono, el prestigio y la solera. Sobre Antonio se ha dicho tanto en las últimas semanas -algunas veces España deja de ser madrastra ingrata y hace justicia a los mejores,- que insistir aquí sería remachar lo obvio. Pero no puedo dejarlo irse sin más. Desde que entré en la RAE formábamos parte de la misma comisión del Diccionario, la de Ciencias Humanas; y cada jueves, antes del pleno, nos reuníamos para revisar las definiciones que esa semana tocaban en suerte. Su bondad extrema, su fina caballerosidad, los ejemplos gráficos que garabateaba en los márgenes de las definiciones -conservo como un tesoro el dibujo de la palabra canalillo-, lo hacían entrañable. Silvia, la guapa filóloga de nuestra comisión, lo amaba en secreto. O sin él. En realidad lo amábamos todos.

La comisión. No pueden imaginarse lo atrozmente viejo que puedo sentirme estos días, al asistir a ella. Lo incómodamente superviviente, cuando después de colgar mi mochila en el perchero compruebo que la tarjeta con mi nombre se ha movido de nuevo, avanzando otro puesto. Cuando entro en la salita donde nos reunimos, veo desocupado el lugar de Antonio Mingote y pienso en los huecos que he visto producirse en torno a esa mesa: el queridísimo Antonio Colino, el sensato Castilla del Pino, el muy fumador Ángel González, el excéntrico almirante Álvarez-Arenas, a quien cada tarde saludaba cuadrándome con un taconazo que él agradecía con una sonrisa guasona de sus ojos azules... Sólo dos de quienes hace casi una década me dieron la bienvenida siguen en esa comisión: Gregorio Salvador y José Luis Sampedro. Los otros, Javier Marías entre ellos, vinieron después. Sampedro acude siempre que la salud se lo permite, pero el veterano Gregorio no falla nunca. Está allí jueves tras jueves, ejemplo de académicos perfectos, dando tono y magisterio. Él y unos pocos más son los últimos nombres legendarios de aquella Academia en la que ingresé tímido y de puntillas, pidiendo perdón por hacerlo. Todavía lo pido cuando me siento en la comisión del Diccionario, a la derecha de Gregorio Salvador -a la izquierda se sentaba Mingote-, y lo miro respetuoso, como un fiel perro de caza miraría a su amo, esperando el dictamen docto, la autoridad definitiva sobre esto o aquello. En la RAE quedan pocos de los grandes; aunque, por suerte para quienes hablamos la lengua española, allí siguen. Y todavía se les escucha, para irritación de analfabetos e imbéciles. Después, que corra el perchero y el diablo nos lleve a todos.

Arturo Pérez-Revente


Y por si os ha gustado os dejo ahora con el vínculo a otro de Javier Marías que también habla de los percheros...



http://javiermariasblog.wordpress.com/2011/10/09/la-zona-fantasma-9-de-octubre-de-2011-%e2%80%98el-lento-y-rapido-viaje-de-los-abrigos%e2%80%99/

domingo, 11 de septiembre de 2011

Un artículo de Javier Marías "El escritor aislado"




Os quería dejar con un artículo de Javier Marías, bueno en realidad es el discurso que pronunció en Salzburgo cuando le dieron el Premio de Literatura Europea.

A mí me ha gustado.

Espero que se lea bien, y os guste...


 

EL PAÍS, 3 de septiembre de 2011

El escritor aislado

 

¿Cuándo un narrador empieza a aislarse? ¿Cómo va cambiando su relación con sus predecesores, e incluso con sus contemporáneos? En el momento de la escritura debe creer que su libro es único e inexistente
JAVIER MARÍAS

Creo que la mayoría de los escritores tendemos a sentirnos aislados y además deseamos estarlo, sobre todo a partir de cierta edad. Quizá no sea así al principio -y para los que empiezan jóvenes-. En años tempranos se produce la ilusión de pertenecer a un nuevo grupo o generación, supuestamente renovadores. A menudo se desprecia a los autores que nos precedieron justo antes, principalmente a los del propio país o a los de la propia lengua. Se los juzga equivocados, desfasados, antiguos, no se tiene ninguna conmiseración por ellos y hay prisa por jubilarlos. De manera a veces injusta, se les niega toda valía y se los considera un tropiezo en la historia de la literatura, destinado a pasar pronto al olvido. Esos jóvenes saltan por encima de sus padres literarios y con frecuencia "recuperan" a sus abuelos, a los que ya ven débiles, poco amenazantes y en retirada. Pero esta sensación de compañía y combate, de formar parte de un grupo "innovador", no dura mucho. En el momento en que un escritor deja de mirar a su alrededor, deja de preocuparse por el "estado" o el "futuro de la literatura" en su país o en su lengua -descubre que eso es lo que menos le importa y que además no es responsabilidad suya-, y se dedica a lo que le toca dedicarse, es decir, a escribir su obra como si no hubiera ninguna otra en el mundo, en ese momento comienza a sentirse aislado. En parte por su propia voluntad, en parte porque no le queda más remedio si quiere sacar adelante sus escritos.
Cuadro de texto: Javier Marías recibió el pasado mes de julio en Salzburgo el Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco. Este es el discurso que pronunció en la entrega del galardón.No se trata sólo, claro está, de la famosa -y cierta- soledad en que lleva a cabo su tarea, sobre la cual mucho se ha escrito y que no tiene mayor transcendencia: es la forma de pasar sus días que el novelista elige -el novelista más que el poeta, el dramaturgo o incluso el ensayista-, como otros individuos eligen o se ven obligados a pasarlos en una oficina o en una fábrica, en permanente acompañamiento. Se trata, más que nada, de la necesidad que siente de ser casi único, de no verse ya nunca más como mero miembro intercambiable de una generación o grupo, ni siquiera como "hijo de su tiempo". Nada molesta tanto al verdadero escritor como los críticos, los profesores y los periodistas culturales, que se empeñan en ponerle etiquetas y encuadrarlo, en establecer relaciones entre su obra y la de sus contemporáneos, en adscribirlo a tendencias a las que presuntamente pertenece, o a movimientos, o a modas, en calificarlo de "novelista realista" o "histórico" o de "autor literario" -esa gran estupidez y redundancia que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestra estúpida época-, o de cultivador de la "autoficción" -otra de las majaderías hoy reinantes-, o de "escritor postmoderno" -nunca he sabido lo que significaba ese adjetivo, que por suerte ya va cayendo en desuso-. También le revienta, al verdadero escritor, que se le busque y adjudique un "lugar" en la tradición de su país o de su lengua, que se lo "entronque" con esa tradición o con los viejos maestros. El escritor sabe que el país en que nació y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podría haber existido en italiano o inglés, Lampedusa en español o alemán, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en francés o portugués: sabe que la lengua no es más que un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso sólo en los autores "ornamentales", aquellos que en español, por ejemplo, parecen querer oír "¡Olé!" tras cada frase castiza, primorosa o garbosa. De poco le sirve al escritor compartir el idioma con Shakespeare o Dante, Montaigne o Hölderlin, Conrad o Nabokov o Wittgenstein. Menos aún cuando recuerda que los tres últimos cambiaron de lengua en algún momento de sus vidas y eligieron en cuál deseaban expresarse.
Al escritor le fastidia todo esto, y es conveniente que le fastidie. Porque sólo si trabaja en la falsa creencia de que su libro es el único libro existente en el mundo, logrará sacarlo adelante y completarlo. Si levanta la cabeza de la máquina o del ordenador -yo escribo aún a máquina-, si mira hacia el pasado o hacia el futuro y ve su trabajo reducido a un nombre más en una inacabable lista; o si mira hacia el presente y se distrae preguntándose cómo les va a sus colegas, qué estarán haciendo y qué han conseguido y cuánta originalidad o profundidad hay en ellos; o si piensa en sus predecesores y no digamos si se deja aplastar por cuanto de maravilloso se ha escrito antes y seguramente se escribirá después de su vacilante paso por la tierra, entonces está perdido. Por eso el escritor precisa aislarse, mientras escribe. No hace falta decir que sólo entonces. En realidad sabe bien que su creencia, como acabo de decir, es falsa y además pasajera. Sabe que su obra, una vez que salga de su habitación y se exponga a otros ojos y sea publicada, se confundirá con centenares de millares de otras obras, y la verá como una gota en el océano que, como todas las demás, pedirá ser atendida. Tendrá la sensación de que, si algo es, es superflua.
Al escritor actual, además, no le cabe ya la posibilidad o consuelo de pensar en la posteridad, de refugiarse en lo venidero lejano, de confiar en que el tiempo haga su labor de selección misteriosa y lo señale un día en el que él ya estará presente. Pensar en la posteridad siempre fue un poco ridículo y un bastante patético. Hoy en día es grotesco, cuando la duración de las cosas se va reduciendo siempre más y más -y a velocidad de vértigo-; cuando la aparición de una película, una música, un libro, los convierte ya en "cosa pasada"; cuando da la impresión de que sólo existe lo que aún no existe y se anuncia, y de que la mera existencia de algo -la película que ya puede verse, la música que ya puede oírse, el libro que ya puede leerse- dictamina su caducidad, lo hace "pretérito". Esto ya está visto, oído, leído, venga ahora algo nuevo, es decir, que debamos aguardar todavía. Es como si la idea de perdurabilidad perteneciera ya sólo a otras épocas, y dicha perdurabilidad, por tanto, estuviera nada más al alcance de aquellos que ya la lograron -Shakespeare, Montaigne, Cervantes, incluso Conrad y Nabokov- en los tiempos en que tal idea tenía cabida o era posible. Como si ya no fuera alcanzable para ninguno de los que estamos vivos. Pensar hoy que se nos recordará está reñido con el hoy que vemos, en el que todo resulta "viejo" por el simple hecho de haber nacido. Es incompatible con cuanto nos rodea; es, en efecto, grotesco, y el escritor actual se siente por ello aún más aislado y fugitivo. "En realidad sólo existo mientras escribo", piensa. "Es decir, mientras nadie me ve y mientras nadie conoce lo que estoy haciendo. Paradójicamente, existo sólo mientras mi tarea y yo estamos ocultos, cuando para el mundo aún no somos. Dejaremos de existir, en cambio, y nos confundiremos con la turbamulta impaciente y veloz que todo lo engulle y digiere y expulsa, en cuanto aparezcamos". "Publication is the auction of the mind of man", escribió Emily Dickinson, y es una cita a la que recurro a menudo: "La publicación es la subasta de la mente del hombre", o "de la mente humana", como se prefiera. Es el infame contacto con lo exterior, con la muchedumbre, con los millones de páginas parecidas a las nuestras, animadas por semejante impulso. Es la obligación de vernos enmarcados en la tradición, sea la de nuestro país, la de nuestra lengua o la de la historia entera de la literatura (como nota a pie de página, probablemente). Es la evidencia de que, lejos de ser únicos, tenemos mucho que ver con nuestros predecesores y con nuestros contemporáneos: de que los primeros, a los que tal vez ni siquiera hemos leído, hicieron lo mismo que nosotros mucho antes; y de que los segundos, sin conocernos ni saber de nuestra existencia, escriben cosas enojosamente conectadas con las nuestras. Es el doloroso momento de aceptar que hay un Zeitgeist, y de que estamos involuntaria e inconscientemente a su servicio.
De vez en cuando hay un recordatorio aún mayor de que somos un nombre más que se añade a otros muchos, de que formamos parte de una lista. Esta ocasión es uno de esos recordatorios, aunque se revista de la forma más agradable posible. Creo que, entre los premios que he recibido (la mayoría extranjeros, rara vez españoles), nunca había sido honrado con uno tan antiguo como este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, que comenzó a otorgarse, según he visto en su lista, en 1965. En ella encuentra uno nombres, por tanto, que no sólo admiró desde muy joven -cuando sólo era lector, y ni siquiera escritor oculto-, sino que le parece que estuvieron a tiempo de alcanzar la posteridad, puesto que su época admitía aún ese concepto: nombres como el del gran poeta Auden y el dramaturgo Ionesco, el magnífico Italo Calvino y Simone de Beauvoir, Dürrenmatt y Manganelli. Figuras que uno vio como extraterrestres, en algún caso desde la infancia, y con las que estuvo seguro de no tener nada que ver, inalcanzables, por la distancia de edad y por la distancia artística. Luego ve otros nombres admirables, pero de escritores aún vivos o recién muertos y pertenecientes, en consecuencia, a los tiempos confusos, desmemoriados y raudos en que nos movemos: Kundera y Rushdie, Esterházy y Lobo Antunes, Eco y Semprún, Barnes y Enquist y Magris. A alguno de ellos lo he conocido brevemente, incluso, pero -cómo decirlo- para mí siempre han sido "ellos", "los otros", aquellos a quienes leía y de quienes me sentía separado. De modo que al recibir este Premio de Literatura Europa del Estado Austriaco, no puedo evitar experimentar una gran perplejidad (a la vez que agradecimiento) al ver mi nombre añadido a una lista que me hace ser menos yo y existir menos. O tal vez me haga existir un poco más, quién sabe, cuando, como ahora, no estoy encerrado en mi habitación, o a escondidas, tecleando en mi vieja y anacrónica máquina (o "jugando en casa, como un niño, con papel", como dijo Stevenson), y en modo alguno puedo creer que mis libros estén aislados. Cuando con benevolencia y claridad se me muestra, por el contrario, que, me guste o no, forman parte de una muy larga y noble cadena llamada literatura europea.
Muchas gracias.
 

martes, 26 de julio de 2011

"Tacañería y tosquedad y pereza" Un artículo de Javier Marías





Por si acaso no lo habéis leído, tenéis que leer el artículo de Javier Marías que salió en el periodico El País este último domingo.

Va sobre el lenguaje que se utiliza hoy en día. A mí me ha gustado mucho, qué bien escribe este hombre...


JAVIER MARÍAS LA ZONA FANTASMA

Tacañería y tosquedad y pereza

JAVIER MARÍAS 24/07/2011
     
          
      Creo haberlo contado alguna vez: cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes, teníamos la tendencia a contestar a mis padres con monosílabos o poco más (reconozco que yo me llevaba la palma), como por otra parte es y ha sido propio de casi todos los chicos en la edad ingrata. No era sólo que no quisiéramos dar parte de nuestras andanzas (ya saben: "¿Dónde vas?" "Por ahí". "¿De dónde vienes?" "De por ahí"), sino que nos cansaba y aburría dar respuestas articuladas, así que las reducíamos a "Bueno", "Vale", "Ya", "Que sí" o incluso a algún gruñido. Y recuerdo que mi madre, ante tanta desgana, nos reprochaba: "No seáis tacaños con la lengua, por favor. Es lo último. No seáis perezosos con las palabras; ni que hablar bien costara dinero". La pobre tenía la batalla perdida en aquella época, porque, en efecto, a esa edad los chicos no sólo se convierten en holgazanes, sino que sienten que está mal visto entre sus compañeros expresarse con propiedad, hacer uso de un vocabulario preciso y amplio, y, aunque estén en posesión de él, prescinden avergonzados, no los vayan a tomar por redichos o raros. En la adolescencia el temor a la manada es enorme, hay pánico a ser rechazado. Por eso los quinceañeros suelen ir vestidos igual, se aficionan obedientemente a las mismas cosas, utilizan los mismos giros y abrazan una especie de dialecto limitado, todo con el solo propósito de que los demás oigan su grito: "Eh, ¿no veis que soy de los vuestros?" En lo que se refiere a la lengua, se retrocede voluntariamente a una fase cuasi gutural, inarticulada.
         
"Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo comunicarse con claridad y exactitud
Por lo general esa fase terminaba al cabo de unos años. Hoy ya no es así, y constituye una prueba más de la infantilización inducida o deliberada del mundo. Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo mostrar un buen dominio de la lengua, hacer gala de un léxico rico, comunicarse con claridad y exactitud, lo cual lleva rápidamente a que dé lo mismo lo que se diga, con el pretexto de que en todo caso "se me ha entendido". También se entendían en lo fundamental los prehistóricos que carecían de lenguaje. El desarrollo y perfeccionamiento de éste, su progresiva sutileza, han sido sin embargo el mayor logro de la humanidad, al que los actuales humanos -por lo menos los españoles- parecen deseosísimos de renunciar. Hasta el punto de que leí hace poco en una novela: "Fue incapaz de gesticular palabra". No sé si era un escritor al que le sonaba "-ticular" para esa expresión y tanto le daba el verbo que eligió como "articular", o bien uno ya convencido de que, a este paso, las palabras serán pronto sustituidas por los gestos y las señas, regresándose así a la noche de los tiempos.
Una de las más claras muestras del deterioro de nuestra lengua es el desconocimiento existente -entre políticos, periodistas, locutores de telediarios, a los que se presupone cierta formación- de los verbos específicos de cada cosa. Por algo los hay, pero están cada vez más barridos del habla de nuestros contemporáneos. De la misma manera que un gato no ladra ni un perro maúlla, que un elefante no croa ni una rana barrita, hay sustantivos que necesitan un verbo determinado. Hoy, "dar" o sobre todo "hacer" valen para todo. En español nunca se "da" un discurso, como se hartan de decir en las noticias (en inglés sí, y probablemente de ahí viene la plaga, de los millares de traductores pésimos en activo), sino que se pronuncia, o coloquialmente se suelta o se larga. La corresponsal de TVE en Londres se quedó tan ancha tras comunicarnos que "Cameron ha hecho un mea culpa". ¿Ha hecho? Un mea culpa se entona, o si acaso se expresa, pero jamás "se hace". He oído que alguien "había hecho un buen polvo" (por "echado", se sobreentiende), y pedir -posible catalanismo, en este caso-: "Anda, hazme un beso". Hay una serie de verbos absurdos que se utilizan para todo y que han eliminado a otros mejores. Todo el mundo hoy "traslada" lo que sea, su malestar, su opinión, su postura, sus condolencias, un mensaje, cuando ese verbo, justamente, implica más bien un desplazamiento físico. Nadie comunica, ni transmite, ni hace partícipe, sino que sin cesar "traslada". Otro tanto ocurre con "compartir": "Comparte con nosotros tu experiencia", en vez de "Cuéntanosla"; o "No comparto el veredicto", en vez de "No lo apruebo" o "No estoy de acuerdo". Lo de "escuchar" por "oír" (esa catetada) ya clama al cielo. Cuando a Bisbal se le quebró la voz en un concierto, la locutora dijo que "Se vino literalmente abajo", y yo no lo vi por los suelos. Hay más ejemplos; hasta "Se quedó literalmente muerto" he oído. ¿Qué creerán que significa "literalmente"? Todo se mezcla: una redactora de TVE afirmó que tal ciclista "conoce los Alpes como anillo al dedo", luego supongo que a ella un regalo oportuno "le vendrá como la palma de su mano". Escritoras renombradas confunde "éste" con "aquél". Y en el programa único de Tele 5 apareció en pantalla esta pregunta para los espectadores: "¿El servicio ha actuado de chivo expiatorio?" Se referían a los criados de alguien, que por lo visto se habían dedicado a espiar, que no a expiar, al señorito, y sin disfrazarse de cabras. Lejos aquellos tiempos en que, como me recordaba hace poco Antonio Gasset, la gente se escandalizaba de que el Doctor Cabeza, Presidente del Atleti, reaccionara indignado ante la pregunta: "¿Se considera un chivo expiatorio?" "Alto ahí", contestó el médico. "Por ahí no paso, por que me llame chivo". ¿Cómo va a escandalizarse hoy nadie, si imperan la tacañería, la tosquedad y la pereza lingüísticas que nos reprochaba nuestra pobre madre cuando nos tocó ser mastuerzos? El mundo pertenece hoy a éstos, sólo que son adultos.