V
y A
Nos unió el orden alfabético y después
el puro y bendito azar.
Nacidos en el mismo año de la
década que más críos engendró nuestro país y seleccionados entre la A y la H de
los matriculados aquel lejano curso, fuimos a coincidir en aquella clase de
pupitres diminutos, ¿eran verdes?, y grandes ventanales.
Recién empezaban los 80 en un
Instituto de barrio, trece y catorce años, las caras salpicadas de granos y casi
todo aún por vivir.
Ya no recuerdo quién se sentó primero.
A nosotras, la timidez nos aplastó al fondo y contra la pared mal pintada de esa
clase de 1º A donde los conocimos. El
pelo más oscuro, la cara más redonda, dos adolescentes del montón en el último
pupitre de la fila de en medio.
Ellos, dos flacos chavales,
todavía a medio hacer, se sentaron en el pupitre de delante. Al más moreno le
comenzamos a llamar por el apellido, era corto y sonoro, y así se quedó para la
vida entera, al segundo le acortamos el nombre por la mitad más elegante y
victoriosa. Y comenzaron a ser dos con una y griega en medio. Llegábamos de
colegios distintos que tampoco estaban cercanos, no nos habíamos cruzado por el
barrio, no nos conocíamos de nada, pero por alguna extraña razón ya toda la
vida cuando pensara en ellos no podría evitar una sonrisa espontánea de sincero
cariño.
No éramos su tipo y ni ellos los
nuestros, qué gran suerte es eso a ciertas edades. Durante dos años cada día de
lunes a viernes vimos más sus espaldas que sus caras, pero la espontaneidad y
la risa campó a sus anchas en ambas direcciones. “¡Pero tía ¿tú le has oído?
¡Que me ha llamado mandril!” Desde el pupitre de detrás los vimos aterrizar con
la voz más grave tras el primer verano, también fuimos testigos mudos de sus azoramientos
torpes de amor. Crecíamos.
Pero aquel lejano 3º de BUP llegó
para partir el mundo entre las Ciencias y las Letras. Y unas tempranas decisiones
académicas, más o menos acertadas, nos sacaron de la clase con la primera letra
del alfabeto. Nuestro destino se ensanchó, se pobló de más caras, de más idas y
venidas con otros protagonistas que probablemente nos llenaron o dolieron más y
la vida nos dispersó.
Cómo iba a imaginar yo que tantos
años después, se iban a dar las
circunstancias para que, junto a más amigos, volviéramos a sentarnos juntos. El
pelo más claro en virtud del paso del tiempo o los beatíficos tintes, las
arrugas bien salpicadas disimulando aquellos granos que dejaron marcas fuera y
dentro, pero intactas las risas que encontraron su camino y otra vez iban y venían
entre retazos de conversaciones. Cómo imaginar que volveríamos a compartir una
tarde que ni era de Ciencias ni de Letras, mientras descontábamos la vida.
A veces la vida te echa el brazo
por encima de los hombros, te acerca cariñosa a ella, y sientes que vale la
pena revivirla. Seguían ahí, detrás de su mirada y su voz. Y tú
que no puedes evitar sonreír, sonreír sin más, porque ni tan siquiera necesitas
recordar. Simplemente, están, están ahí mismo, como si no hubieran pasado cuarenta
y un años.
@Rocío Díaz Gómez