Últimamente he recibido varias alegrías literarias, entre ellas, el accesit en castellano en el I Certamen de Relato Breve "Istorio Hau zeurea da".
En este certamen había que escribir un relato de dos folios como máximo y que comenzara por la frase siguiente:
La ciudad se desperezaba. Aún las
farolas estaban encendidas y eran pocos los ruidos en la calle. Una capota gris
cubría tejados y antenas, dando paso a una tenue luz incierta. Pronto
amanecería. Ella se asomó a la ventana, apoyó la frente en el cristal, observó
la acera casi desierta y, soltando un largo suspiro, pensó que de aquel día no
pasaría.
Más minúscula que una letra minúscula
Rocío
Díaz
La ciudad se desperezaba. Aún las
farolas estaban encendidas y eran pocos los ruidos en la calle. Una capota gris
cubría tejados y antenas, dando paso a una tenue luz incierta. Pronto
amanecería. Ella se asomó a la ventana, apoyó la frente en el cristal, observó
la acera casi desierta y, soltando un largo suspiro, pensó que de aquel día no
pasaría.
Y aunque siempre le habían gustado
esos días grises, la abrumante certeza de este último pensamiento la empujó por
el acantilado del vértigo y el miedo. Y no consiguió evitar otro profundo
suspiro que llenó de vaho el frío cristal donde aún apoyaba la frente. Casi sin
darse cuenta se separó unos centímetros y con el dedo índice comenzó a escribir
sobre el vaho una E mayúscula, seguida de una r tan minúscula como se sentía
ella en ese momento.
Conocía la sensación. Había crecido
con ella. Esa sensación de sentirse minúscula de tan vulnerable. Sentirse bajo un
maremoto de impotencia que comienza en el sudor de las palmas de tus manos, y te
humedece entera. Sentir agrandarse un agujero en el centro de tu cuerpo, que te
traga y por el que comienzas vertiginosamente a caer, mientras no puedes evitar
esas gordas lágrimas corriendo por tu cara sin remedio. Y todo eso, todo,
simplemente por enfrentarse a algo tan diminuto como una letra. Sí. Ella sabía
lo que era sentirse mucho más minúscula que una letra minúscula. Qué cruel
paradoja. Por eso aprendió más tarde que los demás niños a hablar, a leer y a
escribir. Ella era aquella cría que lo intentaba una y otra vez, una y otra,
pero no conseguía juntar con acierto las letras para que hilaran frases con
algún sentido; la p y la b, la m y la n, dibujitos rebeldes y retorcidos que le
hacían muecas desde el cuaderno y se intercambian, jugaban con ella al
escondite y se ocultaban maliciosamente en cuánto se descuidaba, amontonándose
unos detrás de otros, enmarañando las frases. Le costó más que a ningún otro
niño domesticar a las letras. Domesticar al lenguaje, domesticar al miedo de
pensar que no lo conseguiría nunca.
Pero lo consiguió gracias a los
cuentos. Esos, que su madre le contaba al amanecer antes de que tuviera que
enfrentarse al mundo. Cuentos como armaduras. Cuentos que su madre inventaba
donde siempre ella era la protagonista, la heroína, la vencedora contra todos
los dragones. El dragón del nombre de los dedos de la mano y los días de la
semana. El dragón de los meses del año y el del abecedario. El dragón de las
tablas de multiplicar y en definitiva, cada uno de los que aparecían cada vez
que tocaba aprender algo nuevo e inevitable en el duro proceso de hablar, leer
y escribir.
Mientras ella seguía escribiendo sobre
el cristal, y en el vaho a la E mayúscula le seguían varias minúsculas, su
mente iba desmadejando recuerdos. Mientras se iba dibujando la palabra “Erase”
sobre el vaho, podía aún escuchar la voz de su madre inventando, recitando,
repitiendo para que después ella escribiera despacio, muy despacio, letra a
letra, todos aquellos maravillosos cuentos y consiguiera domesticar a los
dragones. Su madre no quiso nunca escuchar palabras difíciles que comenzaban
por “dis”: “dislexia, dislalia… ¡disparates! Imaginación, paciencia y amor”.
Esa era la receta mágica materna. Y lo fue.
La ciudad se desperezaba. La capota
gris invitaba a esconderse debajo de un paraguas de nostalgia. Invitaba a
arroparse con un abrigado cuento. Invitaba a escuchar más que a hablar. Y a
ella nunca le habían sobrado las palabras. Pero de aquel día no pasaría. No
prolongaría por más tiempo la excedencia solicitada nada más aprobar. Su madre
ya no estaba. Pero tenía imaginación, paciencia y amor para todos los niños que
cupieran en una clase. Ella había conseguido ir superando cada aprendizaje.
Maternales y EGB. BUP e Ingreso. Magisterio y Educación Especial. Conocía la
sensación. Sentirse mucho más minúscula que una letra minúscula. Pero también sabía
cómo luchar. De aquel día no pasaría: Era maestra. “Erase una vez…” decía la
frase escrita ya en el vaho. Sabía enseñar. Sabía del poder de un buen cuento,
sabía volver mayúsculas a las minúsculas. Y lo haría.