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#MiMejorMaestro
Don
Andrés y mis redacciones
Querido
don Andrés,
Hoy
me acordé de usted. De pronto le he visto, a pesar de mi incipiente presbicia,
con una nitidez increíble. He vuelto a ver su pelo liso, bien peinado a raya
por delante, pero revuelto por detrás. He vuelto a ver sus gafas grandes de
pasta y de miope, su anodina chaqueta a cuadros, y su semblante, no se me
ofenda, más anodino aún.
No
le veo desde hace ¿Cuánto? ¿Cuarenta años? Fíjese, que yo creo que sí, que los
cuarenta desde luego. Cuarenta y seguramente cuarenta y uno, que total a estas
alturas de la vida, no voy a andar racaneando con los años. Sería absurdo. Sobre
todo cuando aquí los tengo, debajo de los ojos y sobre la espalda. Cuarenta, qué
barbaridad. Y ni le volví a ver más, ni he vuelto a saber de usted. Y aunque
cierto es que nuestro colegio lo cerraron, no lo es menos que yo estaba muy
ocupada viviendo mi adolescencia, mi juventud, mi vida adulta, para andar
pensando en usted, que ni fue mi profesor más atractivo, ni el más
dicharachero. ¿Verdad don Andrés? A estas alturas si no racaneamos con los
años, tampoco vamos a hacerlo con las verdades.
Sin
embargo hoy, qué cambalache de ideas habré yo revuelto en el trastero de mi
memoria, para que de pronto aparecieran su traje y sus gafas, apareciera su
pelo y su semblante tristón, y yo me viera de nuevo ante usted en aquella clase
de la EGB, después de tantos años y tantos escritos. Así de absurda, complicada
y maravillosa es esta vida.
Esta
vida de ¿escritora? Más bien de aficionada a la escritura, porque don Andrés
para mí los escritores siguen siendo los que viven de sus escritos. Y yo,
afortunadamente, no como de lo que gano escribiendo.
Porque
le confieso que me importa tanto escribir, tanto, que si tuviera que vivir de
esto, en tardes como la de hoy, que no he conseguido escribir ni media página,
no podría merendar. Y discúlpeme pero eso son palabras mayores, que yo la
merienda no la perdono. Tardes como la de hoy, que se me han pasado mis buenas
dos horas, y tres, que entre usted y yo ya no hay medias verdades, delante del
ordenador sin hilvanar ni media historia, ni un cuarto de párrafo, ni tan
siquiera una mágica y primera frase. Esa primera de la que tirarme, como de un
trampolín, para empezar a dar brazadas en un relato. Tardes como la de hoy, qué
tristeza don Andrés, qué tristeza, en las que verme como si aún tuviera doce
años, y usted me hubiera mandado de deberes una redacción que no supiera ni por
donde encaminarla.
Y
ha sido pensar eso, y pensar en usted. Y sin darme cuenta he comenzado a
escribir. Bendito don Andrés. He comenzado a escribir, a escribirle esta carta
que nunca podré enviarle. Cuarenta, qué barbaridad, quizá usted ya ni viva.
Pero
yo seguía, erre que erre, tejiendo frases ¿sabe? Una frase y otra frase y otra
después porque yo le contaría tantas cosas de cómo me ha ido… De cómo me ha ido
con las palabras, con los relatos, con las historias. En fin, con sus
redacciones, ya sabe a lo que me refiero.
Porque
usted siempre ha estado ahí, desde los comienzos, cuando nos ponía de deberes
una redacción con un tema. La primavera, las vacaciones, la navidad. Y yo
siempre las comenzaba todas igual: “La Primavera ¿qué es la primavera?” Y
después por fin encontraba el hilo de Ariadna por algún lado y comenzaba a
tejer. Porque redactar, narrar, inventar, no era como aprenderse de memoria las
Preposiciones: «A, ante, bajo, cabe, con, contra, de,
desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras». Aún
recuerdo la retahíla. Aquello era otra cosa, por eso tenía que recurrir a mi
pregunta de rigor: “La Primavera ¿qué es la primavera?” y dejarme
llevar. Que ya podía usted haberme dicho, don Andrés, que cambiara de vez en
cuando ese comienzo, qué niña tan cansina era yo, ahora lo sé, con la dichosa
preguntita.
Pero
usted no, usted me escuchaba callado, caminando por el pasillo entre los
pupitres, o sentado en su mesa. Me escuchaba serio, atento, hasta que yo
terminaba. Después decía: “Muy bien”. Eso me decía, nada más. Sin decir mi
nombre de nuevo, sin una sonrisa. Bajaba la cabeza, y apuntaba en su cuaderno,
mientras yo me sentaba otra vez. Después en mis notas siempre me daba un ocho, quizá
un ocho y medio, hasta alcanzar el nueve de fin de curso.
Vaya
pareja que estábamos hechos, usted y yo. Yo deseando que le agradaran mis
redacciones y usted escatimándome las palabras hasta la calificación final.
Y
aun así, hoy ha vuelto a estar ante mí, ha aparecido detrás de una esquina de
mi memoria. Con su traje chaqueta manchado de tiza y su pelo despeinado por
detrás, que se notaba que había salido pitando de casa por llegar a tiempo al
cole, como yo, como todos. No sé los años que tendría, seguramente era mucho
más joven de lo que yo, a mis doce años, creía.
Y
me he dado cuenta, don Andrés, de algo. Le echo de menos. Echo de menos sus
deberes, esa pauta que me ayudaba a comenzar a escribir. Echo de menos su
mirada atenta y sus oídos dispuestos que no se perdían ni una de mis frases.
Echo de menos sus ochos que me empujaban a querer mejorar y llegar hasta el
nueve a final de curso.
Cuarenta
años, don Andrés, cuarenta, qué barbaridad, y todavía le veo delante de mí,
cuando comienzo a escribir. Le saludo, le sonrío y ya solo tengo que pensar:
La
primavera ¿Qué es la primavera?
Rocío Díaz Gómez.- Enero 2021
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