Un blog de literatura y de Madrid, de exposiciones y lugares especiales, de librerias, libros y let

Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS ROCÍO DÍAZ. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RELATOS ROCÍO DÍAZ. Mostrar todas las entradas

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Certamen Literario Raphael



Yo tenía pendiente compartir con vosotros un momento muy grato. Me estoy refiriendo a la entrega del premio del Certamen Literario Raphael de este año 2016, en el que gané el primer premio.

La entrega fue el día 25 de septiembre de 2016 y yo, con todo el dolor de mi corazón, no pude asistir porque ese día estaba en los EEUU. 

Estuvimos comentándolo la organización y yo, y ni ellos podían cambiarlo a otro día porque es un evento preparado con muchos meses de antelación, para empezar tienen que tener en cuenta la agenda del cantante Raphael y demás, y no se podía atrasar; ni yo tampoco podía hacer mucho porque ya tenía también desde hacía tiempo mis billetes de avión y hoteles y demás. 

Pero tuve la gran suerte de que pudiera ir a recogerlo mi hermano Alberto, que también tuvo muchos avatares con el día de la entrega, pero finalmente fue acompañado de un amigo nuestro de toda la vida.

Y qué bien, porque disfrutaron muchísimo con la celebración. Vinieron encantados con el trato que recibieron por parte de la Asociación Raphaelista organizadora del certamen, y me comentaron lo majos que habían sido todos, por supuesto incluído Raphael, con el que jugaron incluso a las películas con los títulos de sus canciones. Muy divertido debió ser.


Quería dejaros con algunas fotos de la entrega de premios, y ya también con mi relato por si os apetece leerlo.

El tema del certamen era suspense. Y yo me acordé de este relato mío que ya tiene un montón de años, pero que si algo tenía, era suspense.







Nadie había muerto, todavía

 Nadie había muerto, todavía. Eso lo sabía bien, porque cuando alguien se muere, la persona que está con él grita. Grita con un grito largo, larguísimo, hasta que se queda sin respiración y luego dice: “No, no…” Dos veces seguidas lo dice. “No, no, (otras dos) Fulanito, no, no te mueras… Fulanito”. Y repite el nombre que ya había dicho, el del muerto, para que el muerto esté seguro de que le están hablando a él y no a otro muerto cualquiera. Eso dice la persona que está con el muerto cuando se acaba de morir. Lo había visto en millones de películas. Pero eso pasa si no es el asesino el que está con el muerto. Porque si es el asesino, entonces lo que hace es mirar al muerto, y cuando está seguro, segurísimo de que ya no vive, siempre, siempre, echa a correr. Muy deprisa, y casi siempre dejando la puerta abierta y corriendo escaleras abajo. Casi siempre hay escaleras. Pero corre muy deprisa para que nadie le pueda ver con el muerto y pensar que él lo ha matado. Eso también lo ha visto en millones de películas. Así que como no había escuchado ningún grito ni a nadie corriendo por las escaleras, estaba seguro de que nadie había muerto. Pero todavía.

Lo malo es que iba a morir en cualquier momento: el muerto. Porque llevaba ya mucho rato escuchando ruidos y quejas y muebles. Y cada vez los ruidos eran más grandes. A esas horas de la noche como todo el mundo duerme no se tiene que oír nada. Nada de nada o como mucho los coches y los ronquidos. Lo malo es si se oyen otras cosas. Porque si es de noche y se oyen cosas raras solo pueden pasar tres cosas:
1. Que sea la noche de Reyes, ese día siempre hay ruidos, pero no pasa nada porque es la noche de Reyes y son ruidos buenos.
2. Que alguien se haya puesto malo en su casa, pero él no ha oído ni a su padre, ni a su madre que estén malos, porque su “hermanoto” no cuenta, él aún no anda, ni casi se mueve, esté malo o no, no hace esos ruidos.
Y 3. Que pase algo, algo malo, algo como que haya asesinos y muertos. Y eso es lo que él creía que estaba pasando…
Pero ni su padre ni su madre ni su “hermanoto” los escuchaban, no podía entender como con esos ruidos seguían durmiendo tan felices. Los tres, y encima los tres juntos. Y él ahí solo, oyendo todos esos ruidos. Y ellos tres juntos, su padre, su madre y el hermanoto, que no necesitaba verle para saber cómo estaría: durmiendo con el chupete incrustado en su boca como una ventosa.

Lo que más le gusta en el mundo a su hermanoto es el chupete, así que cuando a veces pasa por su lado y no sabe por qué le entran esas ganas de darle un pellizco, un pellizco muy pequeño, pequeñísimo, que casi ni es pellizco ni es nada, y se lo da, muy rápido, rapidísimo para que nadie le ve, con la otra mano libre, que no le ha dado el pellizco y que ya tiene preparada muy cerca de la boca, le mete el chupete a cien por hora para que no le puedan oír como quiere llorar. Que no ha sido nada… nada de nada… un pellizco muy pequeño, pero es un quejica. Menos mal que tiene el chupete, porque con él casi siempre, casi siempre, lo consigue. Que llore muy poco, o casi nada. Es un chupete mágico. Por eso él, en cuánto se le cae al “hermanoto” de la boca, como un hermano muy bueno lo coge del suelo y lo pone debajo del agua del grifo como hace su madre, porque así siempre está preparado, porque así su madre le da un beso por hermano bueno, y porque él sabe con una seguridad aplastante que eso es lo que más le gusta en el mundo a su “hermanoto” y le hará callar cuando le dé el pellizco que no sabe por qué siempre tiene ganas de darle.

Pero en la casa de al lado, nadie tenía un chupete-ventosa puesto en la boca, porque seguía escuchando las quejas. Y si casi no respiraba podía escuchar unos golpes contra la pared que es la misma que la suya, porque eso se lo ha dicho su madre que no dé golpes contra esa pared porque al otro lado está la habitación donde duerme su vecina. A él su vecina le gusta. Porque no es una de esas vecinas que cuando está en el portal dice que cuidado con las plantas no las vaya a aplastar, sin que él las haya aplastado ni esté cerca de ellas. Ni tampoco es una de esas vecinas de las que dicen que a jugar mejor a la calle que está haciendo mucho ruido, sin que él haga ruido ni nada. Ni tampoco es una de esas vecinas que le dice cosas al “hermanoto” siempre, y a él solo cuando está su madre delante. No, no es ninguna de esas vecinas que huelen a repollo o a cristasol. La vecina de al lado le gusta porque siempre huele muy bien, y siempre le sonríe a él, esté su madre delante o no, y siempre después de sonreír le dice: “Hola Javi, ¿Cómo estás?” Ninguna de las otras vecinas dice su nombre y ninguna le pregunta “¿Cómo estás?”. Por eso él siempre le sonríe también y le dice “Bien gracias” cómo le ha dicho su madre que hay que responder.

No sabía qué hora era. Pero debía ser muy de noche, porque todo estaba muy oscuro en la calle y en casa. Solo se oía muy lejos algún coche que pasaba por debajo de su ventana, y solo se oían en casa los ronquidos de su padre, que son tan grandes, grandísimos, que retumban por toda la casa, todo el bloque, todo el barrio y seguro que por toda la ciudad. Por eso su madre se pone esas cosas en las orejas para poder dormir, por eso cuando a él le duele la tripa ella le tiene dicho que ya es mayor y tiene que ir hasta su cama, con los ojos medio cerrados para no morirse de miedo, y darle en el brazo un buen rato hasta que se despierte porque no le podría escuchar desde su cama aunque él diera un grito tan largo como si hubiera un muerto.

Pero aunque ya hacía mucho rato desde que empezaron las quejas y los ruidos, él no iba a ir a despertar a su madre porque ni le dolía la tripa, ni nadie había muerto todavía. Además y sobre todo es que estaba demasiado oscuro. Al otro lado de la pared seguían los ruidos, cada vez más ruidos, en la casa de su vecina favorita. Y le parecía que abrían y cerraban un cajón, aunque de eso no estaba muy seguro, y también le parecía que escuchaba la voz de su vecina diciendo: “Porque no” con esa voz suya de vecina favorita. Y también le parecía que se oía otra voz, la de un hombre, la de ese señor que vive a veces con su vecina, y que dice su madre que es su marido, aunque a él no se lo parecía porque no es como su padre, que es el marido de su madre. Y a lo mejor ese señor que dice su madre que es el marido de su vecina estaba diciendo: “Y yo que digo que sí…” pero eso no lo podría prometer, porque se seguían escuchando los golpes en la pared y no podía escuchar bien, y a lo mejor uno de ellos tenía hipo, porque le parecía oírlo, y si estuviera allí y fuera su vecina la del hipo le daría un vaso de agua como le da a él su madre, para que se le quitara porque se está muy mal cuando se tiene hipo, pero si fuera ese que dice su madre que es el marido de su vecina favorita, el del hipo, entonces le dejaría que siguiera teniéndolo horas y horas hasta que tuviera agujetas en la boca, en la garganta, en el pecho y en todas partes de su cuerpo porque ese hombre ni es su vecino favorito ni nada.

Un día él estaba sentado en los escalones jugando con los cochecitos a hacer un circuito como el del Jarama y ese vecino que dice su madre que es el marido de su vecina favorita vino de trabajar y no saltó por encima de él como había hecho el hijo de la vecina del tercero, ese que tiene una moto y una novia muy flaca con la que se besa en el portal. Ni tampoco ese que dice su madre que es el marido de su vecina favorita le dijo que si se podía apartar un momento, como le dijo el marido de la vecina del cuarto, ese que siempre va fumando. No, que va, no le dijo nada, sino que le pisó los dedos para pasar y ni le dijo perdona ni nada de nada, sino que además le tiró uno de los cochecitos por el hueco de la escalera. Por eso a él no le gusta, aunque su madre diga que es un vecino muy amable el marido de la vecina del segundo derecha, porque la deja pasar delante de él en el ascensor.

Por eso él cruzaba los dedos para que el que tuviera hipo fuera el marido de la vecina de al lado, no ella. Y seguía cruzando los dedos para que no se le quitara nunca jamás. Pero seguía siendo muy de noche, mucho, y seguían durmiendo su “hermanoto”, su madre y su padre como si no pasara nada de nada. Su “hermanoto” seguro que con el chupete-ventosa en la boca. Ahí, al lado de su madre que dormía con esas cosas en las orejas y al lado de su padre que no dejaba de roncar con esos ronquidos monstruosos. Como si no pasara nada de nada. Y sí pasaba, claro que pasaba, porque al otro lado de la pared las voces no se callaban, ni tampoco los hipos que ahora ya no sabría decir de quién eran porque parecían de él y parecían de ella, ni paraban los ruidos que eran muchos y distintos, ni paraban los golpes en la pared que cada vez eran más rápidos, ni se callaban las voces que cada vez eran más difíciles de no oír, él que sí y ella que no.

No era la primera noche que oía esos ruidos al otro lado de la pared, en casa de su vecina favorita, no era la primera vez, porque algunas veces, algunas noches ya se había despertado con ellos. Pero nunca habían sido tan grandes, ni tan seguidos, ni durante tanto tiempo... Pero él no iba a ir hasta la cama de sus padres a decírselo porque estaba muy oscuro y ya fue alguna vez y ellos le dijeron que no pasaba nada, que era una pesadilla… y no le hicieron hueco en su cama y tuvo que volver a la suya y ya no se acuerda de más. Y otra vez también fue hasta la cama de sus padres a decírselo y entonces lo dijo tantas veces que al final se levantaron y fueron hasta su habitación y entonces le dijeron que eso no era nada, que eran cosas de mayores... Y le dieron un vaso de leche pero ni le dejaron ir a su habitación, ni le hicieron hueco en su cama. Le gusta dormir con sus padres en su cama, él en medio de los dos y su “hermanoto” fuera. Pero ya nunca le dejan quedarse...

Al otro lado de la pared cada vez se escuchaban más ruidos, muchos, muchos ruidos y las voces eran más fuertes, y los golpes, los golpes, los golpes, no paraban. Y a él le parecía que su vecina se estaba quejando, y diciendo “por favor, por favor para…” seguía siendo muy de noche, mucho y él lo que tenía era cada vez más sueño, mucho, muchísimo sueño, bueno y un poco de miedo también. Se le abría la boca y los ojos no querían, no podían abrirse, si no fuera por los ruidos... se dormiría...

Y de pronto se pararon. Dejó de escuchar los golpes. ¿Se habían parado? Dejó de escuchar las palabras. Intentó no respirar para oír mejor, pero solo alcanzó a escuchar una puerta y a alguien que corría por las escaleras.

Y entonces sí, entonces quiso ir hasta la cama de sus padres, decirles que algo había pasado, que primero hubo muchos ruidos, y voces y quejas y que de pronto se habían callado, pero alguien había corrido muy deprisa, mucho, escaleras abajo... Como en las películas, en las películas en las que es de noche y se oyen ruidos y todo está muy oscuro y la persona que está con el muerto es el asesino. En los millones de películas en las que ya ha muerto alguien.

Quiso ir, darle a su madre en el brazo para despertarla, decírselo, ver si a su vecina favorita le pasaba algo, algo malo. Porque tenía que ser muy malo, pero... el silencio y el sueño pudieron al fin con él y sin querer se durmió.

Y no se volvió a acordar hasta que dos días después la policía llamó a la puerta de casa para preguntar si alguien había escuchado algo dos noches atrás. “¿Algo de qué?” había preguntado su madre. Y el policía mirándole a él y al hermanoto que, cómo no, tenía su chupete puesto, y se estaban asomando desde la puerta del comedor, le dijo a su madre: “¿Puede salir un momento aquí al rellano para contestar unas preguntas?” Y mamá dijo: “Me está asustando… ¿Qué ha pasado?” Pero también volviéndose a nosotros, al hermanoto y a mí, dijo: “Javi cuida de tu hermano cinco minutos, que tengo que hablar con este señor de cosas de mayores…”

Y como siempre, nadie me preguntó a mí, y yo sí, yo sí que había escuchado algo.

©Rocío Díaz Gómez




Os dejo con este pequeño vídeo del día de la entrega.

Y ya solo me queda, desde aquí, volver a darle las gracias al niño protagonista de mi relato, a Javi, al que yo sí que le hice caso y le mandé a que lo contara y me ha traído esta buena noticia; a la Asociación Raphaelista por considerar que mi relato se merecía el premio y por su amabilidad en todo momento; y a mi hermano Alberto por aparcar sus responsabilidades y tareas para recogérmelo.

viernes, 4 de noviembre de 2016

"Se que me quieren porque me cuentan cuentos" Relato de Rocío Díaz

 El cuatro de noviembre de 2012 llovía, también llovía, y apetecía, como hoy, quedarse quieto escuchando un cuento...

 

domingo, 4 de noviembre de 2012

"Se que me quieren porque me cuentan cuentos" Un relato de Rocío Díaz




Llueve, llueve sobre Madrid sin prisa, sin pausa, sin remedio.
Hay tantas cosas que a uno le apetece hacer cuando llueve: mirar por la ventana solo por ver deslizarse el agua, dejarse hipnotizar por las frágiles gotas que se tambalean bajo la barandilla. Leer en zapatillas. Escribir. Tejer. Ordenar papeles. Quedar con algún buen amigo ante un café humeante. Conversar. Arroparse...
Os dejo con uno de mis relatos por si os apetece arroparos con él. Es de lluvia, de cuentos, de un día como hoy. Me lo publicaron en el Diario de León, como finalista de un premio de relatos, en junio de 2008.
Tal vez ya lo haya colgado del blog, pero ni tan siquiera voy a comprobarlo. Qué importa, hoy, 4 de noviembre de 2012, lo he vuelto a releer y quería compartirlo con vosotros...





“Sé que me quieren
         porque me cuentan cuentos”



Mi Sole y yo hoy nos hemos sentado a inventar un cuento.
Estábamos las dos solas en casa. Silenciosas, aburridas, las dos mirando por la ventana. Llovía, llovía como si todas las nubes del mundo se hubieran puesto de acuerdo para deshacerse a la vez en una lluvia tormentosa y enfadada que se desplomaba en chaparrón sobre nuestro ánimo, empapuchándole como a papel mojado. Por eso le sugerí a mi Sole lo del cuento. Ella, al escucharme, me miró con los ojos brillantes pero enseguida ofreció una excusa para ni intentarlo: “Pero si yo no sé inventar cuentos...” dijo acabando fulminantemente  con mi sugerencia.
Pero yo conozco a mi Sole, y sé que no es fácil sorprenderla, ni entretenerla, ni convencerla para que abandone su actitud taciturna y su talante solitario. Por eso necesito disfrazarme con un entusiasmo que yo misma siento muy lejano, pero que sé que para sobrevivir a aquella tarde las dos necesitábamos como al agua que no dejaba de caer y caer y caer...
“Venga, le dije, algo se nos ocurrirá...” “No, mejor nos quedamos aquí viendo llover...” A mi Sole no le gusta esforzarse, ni colaborar, ni implicarse en nada que no sea la mera contemplación y sus perifrásticas circunstancias. “Yo no sé inventar cuentos...” decía una y otra vez excusándose sin dejar de mirar la lluvia. Así que tuve que tirar de ella para separarla de la ventana, tuve que arrastrarla hasta la salita y desplegar ante ella tantas alternativas como una cola de pavo real.
“Ya, ya lo sé..., dije con paciencia mientras la empujaba a sentarse a mi lado, por eso... Podríamos hacer una guija e invitar a los hermanos Grinn... ¿Qué te parece?” “No, no -dijo mi Sole- que sus personajes eran malos, muy malos ¿O no te acuerdas de Barba azul o la madre de Blancanieves...?” “Bueno –contesté armándome de paciencia- pues hacemos una guija e invitamos a Andersen... En sus cuentos había buenos y menos buenos, nunca malos...” “No, no -dijo entonces mi Sole- Andersen era poco original, solo se inspiraba en relatos populares...” “Bueno -contraataqué yo- pues entonces invitaremos a Perrault...” “No, no -dijo también mi Sole- Perrault era demasiado moralin, como los Grinn...” y sin esperar respuesta se levantó y otra vez se fue a mirar como llovía. Porque seguía lloviendo, lloviendo con una lluvia cabezona, indiferente a mis esfuerzos, una lluvia ingrata que casi parecía reírse de mis frustrados intentos por arrastrar a mi Sole lejos de ella...
“Vale... –me rendí yo- nada de guijas. Pero entonces nosotras mismas nos inventaremos a nuestros personajes...” “Que cosas tienes... ¿Pero es que no ves que ya están todos inventados?” Me contestó ella sin mirarme justo antes de que sonara un trueno que puso el mejor punto final a su interrogación retórica y amenazó con aplastar por completo mi fingido entusiasmo. ¿Ya están todos inventados? Y sin hablar me acerqué otra vez a su lado y muy cerquita de ella yo también me quedé contemplando la lluvia... ¿Todos inventados? Parecía que la tormenta se iba alejando, aún sonaban truenos, aún algún que otro rayo parecía iluminar el cielo gris, pero lo hacían cada vez de forma más tenue, cada vez los truenos parecían escucharse más en la lejanía... Pero la lluvia, como si quisiera demostrar que estaba allí, no dejaba de caer, constante, copiosa, infatigable, aplastante, odiosa.
“Pues... si ya están todos inventados, inventaremos otros... o mejor los reinventaremos...” dije yo con terquedad ante esa lluvia odiosa, fingiendo renovados ánimos, plantándole cara a esa enemiga húmeda que se estaba llevando a mi Sole a su terreno pantanoso y melancólico. “Pero ¿Qué dices?...” contestó ella. “Lo que oyes  -atajé yo-”. Y tirando de nuevo de ella me la volví a llevar conmigo hasta la salita, la volví a obligarse a que se sentara a mi lado y obligué a su atención a que se solidarizara con mi disfrazado buen humor.
Y decidí seguir marcándome faroles, al fin y al cabo, me dije, eso es inventar cuentos. Y aprovechándome de que mi Sole estaba desprevenida empecé a atacar: “Que te parecería..: ¿Un hada madrina sacándose un sobresueldo como majorette? ¿Una bella durmiente con insomnio...?¿Una maquina de la verdad llamada Pinocho? ¿Una princesa embarazada...? Mi Sole, no sé si apabullada o sorprendida por el bombardeo, apenas tenía tiempo de protestar... ¿Una blancanieves angoleña? ¿Una sirenita reivindicando un plus por humedad? ¿Un príncipe rosa...?...
De vez en cuando mi Sole amenazaba con levantarse para ir a mirar otra vez la lluvia que se empeña en seguir cayendo, insistente, pertinaz, incansable, tranquila y constante. Pero desde mi sillón yo seguía diciéndole: “Un soldado de plomo haciendo la prestación social, un patito feo con gripe aviar, el lobo de los cerditos aquejado de poca capacidad pulmonar, una cenicienta con el síndrome de Diógenes...
Y al final, hasta parecía que mi Sole me prestaba atención, parecía que por momentos olvidaba la lluvia. Jugamos al escondite con los personajes de siempre, al rescate con los que nos inventamos, al balón prisionero con los argumentos... Hasta que perdí de vista a mi Sole. “¿Sole? Sole que al escondite ya hemos jugado...”
Al principio me inquieté, pensé que de nuevo estaría mirando a esa lluvia ladina y sigilosa que espiaba nuestros cuentos. Pero cuando llegué a la ventana, allí no estaba. No estaban ni mi soledad ni la lluvia. Había dejado de llover y no me había dado ni cuenta. Solo quedaban titiritando algunas gotas colgando de las barandillas, balanceándose temblonas, a punto de caer, derrotadas ante un sol que comenzaba a reflejarse, a sacar brillos, a hacer muecas a un pavimento empapado.
Mi Sole, mi soledad se había ido... Y yo, quizás, y a pesar de ella y de la lluvia, hasta fui capaz de inventar un cuento, uno que no empezó nunca pero que puse a tender en estos folios.
 
©Rocío Díaz Gómez

viernes, 18 de marzo de 2016

"Aquel mágico proyector naranja" - Relato de Rocío Díaz



 

Hoy que es viernes, promesa de fin de semana, y ¡para más inri y nunca mejor dicho! promesa de vacaciones de Semana Santa, con lo cual habrá más tiempo para dedicarlo a la lectura, os voy a dejar uno de mis relatos.

Lo premiaron en el XXV Certamen Literario Frasquita Larrea. Espero que os guste.


Aquel mágico proyector naranja




Durante tres años seguidos en mi carta a los Reyes Magos pedí un Cinexin. Me trajeron la Nancy azafata, la cocinita completa con  batería de acero inoxidable y hasta la Magia Borrás, pero del Cinexin ni rastro. Ni tan siquiera con uno de aquellos fantásticos trucos de la Magia Borrás conseguí verlo. Mi frustración fue en aumento hasta que el tercer año solo anoté ese juguete en toda mi carta. En mayúsculas y en el centro del folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre admiraciones. ¡QUERÍA UN SÚPER CINEXIN! Del mismo modo que en mi lista habían pasado tres años, para el objeto de mis deseos también había pasado el tiempo y se había modernizado. Ahora era más “Súper” que nunca.

Pero aquel año mis padres, por oscuras razones, decidieron contarme la verdad sobre la existencia de los Reyes Magos. Y en consecuencia hasta se sentaron a discutir conmigo la conveniencia o no de echarme el ansiado Cinexin: ¿No era ya un poco mayor para eso? ¿No era un poco masculino? ¿No sería mejor un set completo de maquillaje? Las actrices están muy guapas requetepintadas. O bueno quizás si mi timidez no me dejaba ser actriz podría dedicarme a ser maquilladora de películas, ya que ese mundo del celuloide parecía gustarme tanto.

Como aún no había conocido al entrañable ET,  juro que en ese momento vi a mis padres colorearse de verde, transformándose en auténticos extraterrestres.  ¿De qué me hablaban? ¿Qué tenía que ver un maquillaje con el Cinexin? No entendía nada de nada. ¿Cómo explicarles que yo no quería estar delante de aquel mágico proyector naranja sino detrás? Yo no quería salir en las películas, yo quería hacerlas avanzar, detener o congelar sus imágenes. Yo no quería salir en las películas, quería re-pro-du-cir-las: con ese verbo de cinco sílabas que decían en los anuncios de aquel juguete que nunca logré que me echaran los Reyes Magos.

Pero lo cierto es que, frustración de más o frustración de menos, una sigue creciendo.

Y llega un momento que piensas que quizás era verdad, que quizás te vendría mejor el set completo de maquillaje, y toda ayuda iba a ser poca, porque empiezan a gustarte los chicos y te parece ver en una excursión del Instituto a uno calcadito al Harrison Ford  de Indiana Jones ¿Cómo no querer estar más guapa para las aventuras que sin duda alguna viviremos juntos? O te cruzas en aquella discoteca de los viernes con el chulo Danny Zuko de turno haciéndose el dueño de la pista y no puedes despegar los ojos de sus piernas mientras rememoras aquella escena final en la que, de negro y adornado de una gran sonrisa, se acercaba y sacaba a bailar a la protagonista de Grease. Una protagonista con  la que coincides de sobra en ese aire arrebatador de chica modosita del montón que en cuánto él se acerque se va a transformar mágicamente, y ríete de aquella Magia Borrás, en la única a quién él quiere: “Ai cachú, ai guont chu player” cantábamos destrozando la canción en aquel espanglish imposible. Y así sucesivamente hasta que un buen día, mira qué suerte, te termina besando el Richard Gere del barrio. Ese desgarbado galán de cazadora de aviador y flequillo, a quién le haces repetir una y otra vez la secuencia del primer beso porque por más que lo intentas no consigues escuchar de fondo la banda sonora del que tendría que ser el gran amor de tu vida y que al final no lo fue tanto. Porque lo cierto es que ni él era Richard Gere ni yo Debra Winger por mucho que tuviera el pelo negro, largo y rizado.

Toda la vida me he empeñado en querer formar parte de una película, cuando lo que hacía no eran más que cameos. Casi sin darme cuenta, escena tras escena, he querido emular a Patricia Arquette en Amor a quemarropa, he querido vivir historias pasionales y violentas, y he elegido tan bien en el casting a los  protagonistas masculinos que he terminado interpretando Tesis o Te doy mis ojos. Quise hacer cine de autor y resulta que muchas veces he tenido una vida de serie B.  Más me valía haber aparcado el género romántico y haberme dedicado a Los Cazafantasmas, a juzgar por cuántos he conocido.  Hasta que la Thelma que había en mi interior decidió hacer un fundido en negro con su historia y escapar hacia delante sin mirar atrás. 

Porque ¿Qué les voy a contar que ustedes no sepan? La vida es una road movie. Y  lo cierto es que yo necesito dotar a la mía de efectos especiales porque si no la rutina me aplasta,  necesito imaginar el clac de una claqueta cerca para ponerle mi mejor perfil al destino, y tal y cómo está este país todos terminaremos con un papel en Full Monty. Por eso la voz en off de mi interior me dice que, mientras llega ese día, al menos haga lo que me gusta, me deje de argumentos inventados por otros y dirija yo mi propia historia.

Que a mí, señores Académicos, y ya, ya termino, lo que me gusta es el cine. Claro que sí. “Juro por Dios que nunca más volveré a pasar…” hambre de cine. Me muero de amor por él, por eso no pueden ni imaginar lo agradecida que me siento por este premio a la mejor dirección. Tanto, que no tengo ni tiempo para terminar de agradecérselo a todos lo que han hecho posible que esté hoy aquí recibiéndolo. Así que, perdónenme, pero utilizaré hasta los créditos de este discurso para seguir haciéndolo.

Pero por favor, antes de que suban a quitarme el micrófono, por favor déjenme que haga un flash back y se lo vuelva a agradecer sobre todo a aquella niña que fui, a aquella que bien pronto supo en qué lado de la cámara yo debía estar, a aquella que durante años apuntó el mismo regalo en su carta a los Reyes Magos. Ese regalo escrito en  mayúsculas en el centro del folio, remarcado con rotuladores de distintos colores y entre admiraciones, era el único regalo que quería, que quiso siempre y que aún quiere. Por ello, y se lo vuelvo a pedir por favor señores Académicos ¿No podrían ustedes cambiarme el Goya por un Cinexin? Que Goya ni que Goya… ¡Un Cinexin señores Académicos, un Cinexin de color naranja! Eso es lo que realmente le haría feliz a aquella niña que fui. ¿No creen ustedes que es hora ya de otorgárselo?


©Rocío Díaz Gómez