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miércoles, 3 de abril de 2013

"Los trabajos de los otros" de Antonio Muñoz Molina



Ayer, 2 de abril de 2013, Antonio Muñoz Molina escribió en su blog una entrada titulada "Los trabajos de los otros" que me gustó mucho.


Quería compartirla con vosotros. Aquí os la dejo.
Espero que os guste. A mi el final me gusta mucho.

 

Los trabajos de otros

A mediodía, cuando terminé las “office hours”, las citas de tutoría con alumnos, duraba el solecillo de la mañana y era un placer tranquilo ir por esas calles silenciosas del Village en las que ya se ven algunos narcisos en los jardines delanteros, pero en las que no han empezado a brotar todavía las flores ni las hojas de los árboles, ni de esas glicinias que trepan hasta los tejados y cubren las fachadas, cuando florecen, de guirlardas moradas. Ni siquiera han florecido los cerezos de la orilla del río ni del Sakura Park, porque este ha sido un invierno crudo que no acaba de irse. Iba en dirección a la calle 10 Oeste, hacia el club de jazz Smalls, que es más recóndito todavía de lo que su propio nombre sugiere. A esa hora, y desde las cinco de la mañana, estaban rodándose unas escenas breves de La vida inesperada. En la esquina de la calle 10 y la Séptima avenida ya se distinguía un grupo de españoles fumadores, actores y técnicos. Bajé las escaleras y el espacio estrecho del club estaba más lleno que nunca: cámaras, focos, extras, monitores, cables, actores. Javier Cámara, detrás de la barra, agitaba una coctelera mientras charlaba con Raúl Arévalo, que es el primo de Alicante que ha venido a Nueva York a pasar unos días con su personaje, un actor sin mucha suerte que ha de ganarse la vida en trabajos diversos. Intercambiaban unas frases, Raúl acodado en la barra, Javier inclinándose hacia él con gesto de confidencia. De pronto me daba cuenta de lo dificilísimo que es lo que parece más simple en una pantalla: mezclar el cóctel con un aire convincente de profesionalidad y decir algo aprendido de memoria al mismo tiempo, y olvidarse del barullo agobiante alrededor, y repetir una y otra vez, logrando fragmentos brevísimos de escenas, parando y volviendo a lograr un estado de concentración necesario. Por allí andaban el director de fotografía, Quico de la Rica, que es un maestro en lo suyo, y el director de la película, oculto detrás de una cortinilla echada de cualquier manera, delante de ese monitor que llaman el combo, donde se ve lo que no puede imaginarse desde fuera, la imagen exacta encuadrada por la cámara. Volví a la universidad después de comer, para la clase de relato, y pensaba con alivio en la sencillez comparativa de mi propio oficio, una persona sola y tranquila delante de una pantalla, o de un papel, o contándole algo a otra, o ni siquiera eso, paseando por la calle, fijándose en lo que ve y buscando palabras para contarlo, inventando cosas, lo mismo una conversación de dos amigos en la barra de un bar que un terremoto o un asesinato, la elementalidad inaudita de los materiales con los que está hecha la literatura.
Y también pensaba en la desproporción enorme entre lo difícil que es hacer bien cualquier trabajo -una película es un trabajo enorme- y lo fácil que es opinar sobre él.

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