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lunes, 21 de diciembre de 2009

Un relato de navidad de Rocío Díaz



21 de diciembre de 2009.
Otra vez ya es navidad, y en Madrid hoy nos hemos despertado con una gran capa blanca y espesa tapizándolo todo… Sí. Ha nevado mucho esta noche.

Es Navidad y parece navidad.

En estos días blancos y fríos, los ojos te piden luces y colores, te piden ventanas iluminadas con las cortinas entreabiertas, dejándote ver grupos de personas conversando y sonriendo. En estos días las manos te piden tazas de humeante café o espeso chocolate que caliente la piel. En estos días los oídos piden en voz baja historias y relatos que nos arropen por dentro.

Decimos en mi tertulia que escribimos por necesidad, por placer, quizás en definitiva para que nos quieran. Quizás. Pero yo creo que también es muy cierto que sabemos que nos quieren porque nos cuentan cuentos.

¿Me dejáis que os cuente uno de los míos?

Se titula “Cierra los ojos y dime que ves…” y fue premiado en el IX Certamen de Relatos Breves de Navidad de Navalmoral de la Mata convocado por Radio Navalmoral-COPE de Navalmoral de la Mata (Cáceres). 2008.

Espero que os guste.

Felices días blancos.




Cierra los ojos y dime que ves

- “Cierra los ojos y dime que ves”
- “Veo el mar y los Reyes Magos”

Ella no se toma tiempo para contestar, sino que nada más apretar sus párpados deja escapar la respuesta doble e inmediata. La musita con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo vuelve a abrir los ojos y la corona con la sonrisa y el brillo en las pupilas del que se acuna a salvo en ellos.


Es por ella doctor, ya que me pregunta le respondo, es por estar con ella por lo que no me importa llegar a la consulta mucho antes de una hora sobre mi cita. Me gusta sentarme a su lado ¿sabe? Porque hacerlo es vencerle en un pulso al tiempo, es vivir más despacio. Pero bastante nos escucha ya ¿no? De verdad que no quiero entretenerle, hace usted una labor demasiado importante con nuestros males, como para estar escuchando también la vida y milagros de todos los pacientes. Pero no hombre, si no es que no quiera contárselo. No me importa hacerlo, pero... sería hacerle perder el tiempo... y el de usted sí que es precioso, sí que es valioso de verdad. Bueno, yo, por usted. Si insiste, claro que se lo cuento. Al fin y al cabo es Navidad ¿verdad?, y éste bien podría ser un cuento de navidad.


La vi por primera vez en los pasillos del hospital. Casi tropecé con ella, acurrucada en un oscuro rincón de las escaleras, escondiendo la cabeza entre sus piernas dobladas, balanceándose ajena al mundo. Al principio, acelerada porque era la hora de mi consulta, ni me planteé pararme. Y mi atención para con ella duró lo que duran dos pasos atropellados, intentando no tropezar con aquel bulto, más una fugaz ojeada a mi reloj, antes de volver a recuperar el equilibrio y echar a andar.

Pero a la vuelta, aún seguía allí.

Al principio dudé en pararme, en los hospitales no hay demasiadas alegrías esperando en sus rincones, y lo último que necesitaba mi complicada existencia era una loca, una vagabunda o sabe Dios qué, colándose en mi vida. Pero con la segunda mirada tuve que admitir que su aspecto parecía desmentir esas opciones, su vestimenta era la de cualquier joven, limpia, cómoda, algo desgastada. Su pelo travieso a cada movimiento queriendo salir de la coleta, su cara recién abandonando la redondez y los granos de la adolescencia. Me acordé de mi propios hijos. “Oye, ¿te encuentras bien?” le dije agachándome a su lado. “No creo que no” me contestó, mirándome. “¿Te has mareado, te duele algo?” “No, creo que no...” “Pues ¿qué haces ahí entonces? ¿No ves que te van a pisar? ¿Cómo te llamas?” Seguí insistiendo con mis preguntas viendo en su cara la de mi propia hija, la de la hija de otra pobre madre como yo. Pero no volvió a contestar y reanudó el balanceo, ignorándome por completo. Entonces decidí continuar mi camino, el conejo apresurado de Alicia que duerme en mi interior sintió que allí estaba perdiendo el tiempo, y seguí bajando las escaleras. Pero eso que llaman conciencia, ese compañero de viaje que muchos no sé si tenemos la suerte o la desgracia de acarrear, no dejaba de empujar a trompicones su imagen, hasta hacerla asomarse al balcón de mi mente una y otra vez. Y cada pocos escalones, en cada recodo de la escalera, otra vez tenía frente a mí sus ojos, su coleta, su balanceo incesante. Y conociendo a mi conciencia como la conozco, lo pesada que se puede poner, aunque no había dejado de caminar saliendo del recinto, supe que si no hacía algo, no me dejaría tranquila. Y dando media vuelta, volví a entrar en el hospital, me paré en el control de la entrada y le hablé de ella a las enfermeras.

No le dieron ninguna importancia, en un hospital tan grande se ve de todo... y de no haber sido porque mucho tiempo después volví a cruzármela, me hubiera olvidado de ella. Pero el destino es un dios caprichoso y por alguna extraña razón se había empeñado en hacer que nosotras coincidiéramos.

Pero de verdad que no quiero entretenerle más, fuera debe haber ya varios pacientes esperando su turno y estoy yo aquí acaparando su tiempo, el de usted y el de ellos... Otro día si quiere se lo sigo contando... Bueno es verdad, aún no es la hora, yo por no aburrirle... Gracias doctor, pues si quiere sigo...

Habían pasado algunos años. Tres o cuatro quizás. Mis revisiones se habían espaciado, ya lo sabe, pero aún seguía atada a un diagnóstico, a una consulta, a unas visitas recurrentes al mismo hospital. Ese día, cuando entré, presa de la prisa y del tiempo que te roban los atascos, corriendo por llegar a mi cita, y no perder más minutos de los indispensables, no reparé en ella. Pero al salir me llamó la atención una figura parada frente al estanque de la entrada. Algo en ella me resultó familiar, pero aunque la miraba no lograba acertar por qué, sin embargo a medida que mis pasos se aproximaban a ella, la cadencia de un balanceo lejano, a oleadas, fue acercando al presente una imagen perdida en mi memoria, y cuando estuve casi a su altura, conseguí solapar aquel bulto lejano en la escalera, a esa figura que impasible miraba el estanque. Las dos eran la misma persona.

Esta vez no dudé en acercarme a ella y ya a su lado le pregunté “Hola ¿Te acuerdas de mí?”. “No, creo que no” me contestó mirándome abiertamente. “Nos vimos hace ya tiempo, yo bajaba por las escaleras del hospital y tú estabas allí, acurrucada...” Pero ella ya no me miraba, de nuevo había vuelto sus ojos hacia el estanque y seguía con ellos el movimiento del agua caer de los distintos chorros de la fuente... como si yo, al no requerir de su atención preguntándole directamente, ya no estuviera hablando con ella. Quizás cualquier otro día, ante aquella clara indiferencia me habría dado la vuelta y siguiendo mi camino habría decidido olvidarla... Seguro que cualquier otro día me hubiera regañado por pararme donde no me llaman y hubiera continuado andando, decidida a seguir con mi vida... Pero tal vez porque estaba medianamente contenta, los resultados de mis últimas pruebas no habían sido malos, o porque aún pone piel de gallina en mi calendario el cinco de enero, o porque estaba escrito en algún lugar que tuviera que quedarme allí. No me fui, sino que continué a su lado, acompañando su silencio, sus ojos nadando en el agua, su tranquila respiración, y lo hice durante tanto tiempo que solo mi conciencia se atrevió a preguntarme “¿Pero qué haces aquí?”

Y sabiendo lo insistente que se puede poner mi conciencia abogando por la sensatez, por no perder ni un pedacito de ese tiempo que tras cada visita al médico celebro como un regalo, aún me alegro de haberme rebelado, haberme concedido unos minutos más para no hacer nada, solo estar a su lado, mirando el agua. Solo diez minutos más, me dije. Diez. Pero los suficientes para que otra figura se nos uniera, y tras sonreírme, le preguntara con cariño a mi muda acompañante: “Ángela ¿nos vamos ya?” “No, creo que no” dijo ella mirando a la mujer que con suavidad la cogía por el brazo. “Sí Ángela, hay que irse” “No, creo que no” seguía diciendo ella sin moverse, volviendo a concentrarse en el agua... Pero empujándola con cuidado, la más mayor continuó “Ángela, luego volvemos al mar...” Y antes de que ella volviera a decir que no, tomó su cara entre las manos y dijo: “...porque ahora hay que ir a la cabalgata... La cabalgata Ángela, ¿te acuerdas? Los Reyes Magos...” Y solo entonces ella sonrió, sonrió con la boca y con los ojos como quién sabe, como un náufrago que por fin divisa un salvavidas al cual aferrarse...

Y abandonando mi papel de espectadora les pregunté: “¿Puedo acompañarlas?, ¿Puedo?” repetí ante sus miradas interrogantes. Todavía no sé por qué lo hice.

Doctor, el mundo se divide entre los que intentamos aprovechar y disfrutar cada segundo de nuestra existencia sabiéndola frágil, y los frágiles que sin saberlo simplemente la disfrutan.

Durante aquella cabalgata, mientras nos agachábamos y nos levantábamos recogiendo caramelos, mientras contemplábamos las carrozas, y disfrutábamos viendo como Ángela revivía, su madre compartió conmigo los jirones de su historia. Cuando aún era niña, a su reloj infantil al ir a zambullirse en una ola, le entró agua; demasiada agua, tanta, que las manecillas de su interior se oxidaron con la sal, deteniéndose para siempre. Todo ocurrió tan deprisa que cuando alguien quiso darse cuenta, ella se mecía en el agua boca abajo. Consiguieron revivirla, pero su presente quedó flotando allí para siempre.

Ángela es una mariposa clavada con dos únicos alfileres a la realidad, un alfiler en el mar donde colgaron para ella el cartel de “fin” y el otro en los Reyes Magos. Único recuerdo de aquella infancia que fue lo suficientemente fuerte como para no naufragar con todo el resto de su memoria.

¿Y sabe doctor? Ahora me gusta perder mi precioso tiempo muchas veces a su lado. Me gusta preguntarle para que solo me conteste su silencio. Me gusta intentar sincronizar nuestros relojes, porque así quizás su atrasado reloj compense al mío que usted mejor que nadie sabe que suele adelantar... y así ambas de alguna manera ajustemos el paso a la realidad.

Sí, creo que eso me hace un poco más feliz.

En un vano intento de que ella quizás también lo sea, de vez en cuando le tapo los ojos, hasta que consigo que los cierre y entonces le digo “Cierra los ojos y dime que ves” y ella no contesta “No, no creo” con el brillo de la educación, sino que por alguna extraña razón eso hace que encuentre la puerta dentro de ella. Una puerta entornada a la Navidad, a la felicidad, al mundo. Y al abrirla rápidamente dice “Veo el mar y los Reyes Magos”. Y lo dice con la certeza que dan los recuerdos, y nada más hacerlo, vuelve a abrir los ojos y sonríe, sonríe acunándose a salvo en ellos.

Y este es el fin del cuento. Y de verdad que no le entretengo más, muchas gracias por escucharme. Me alegro, me alegro de le haya gustado. No es un cuento bonito, ya lo sé. Pero es el nuestro... Gracias de nuevo, si me disculpa... me voy volando. Otra vez es cinco de enero y nada me gustaría más que acompañar a alguien a la cabalgata...



©Rocío Díaz Gómez

3 comentarios:

  1. Me gusta la sencillez, la inmediatez, la sensibilidad y la elegancia con que lo cuentas.

    Saludos.

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  2. Vaya... Muchas gracias. Me arde la cara y se escondieron todas las palabras. Muchas gracias.

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  3. Qué bien, al fin he conseguido leer un relato tuyo, sólo el segundo, pero uno de los propósitos de este año es sacar tiempo para leer más tus cuentos :-). Que me encantó aquél que leí el primero.

    Y sobre este..., pues que me dan ganas al terminar de irme a acompañar a Ángela a la cabalgata. La imagen de la mariposa me ha sobrecogido, buenísima; y me encanta el recorrido que hace la protagonista por sus emociones y contradicciones, sobre todo, que muestras muy claramente. Tan humanas.

    Un beso muy grande,
    ana

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